martes, abril 10, 2007

El rincón de las letras vivas: Tu abismo al Sur.

Tu abismo al Sur.


Y la bala entró por tu pecho
desgarrando la desgarbada campera verde barro,
abriendo tu piel, piel de gallina
por los soplidos antárticos y por los
silbidos de los proyectiles, por las explosiones de
cañones y morteros, por la visión de ese
compañero tuyo cayendo tras una nube
de gotas rojas que nacía de su cara;
entró partiendo tu carne helada, astillando alguna costilla,
adentrándose en tu cuerpo, esquivando tu corazón
que apenas estabas empezando a usar
realmente cuando te diste cuenta
de que habías conocido a la chica de tu vida;
entraba descendiendo y penetrando tu hígado,
cruzándolo de arriba para abajo,
saliendo de él sólo para entrar en un pulmón
que todavía podía respirar entre todo ese frío
el aroma de los jazmines del árbol del jardín o
el mate de tu vieja o el olor del pelo de tu novia;
iba atravesando ese pulmón y ya,
por fin,
escapándose de tu cuerpo por tu espalda
dejando detrás de sí
un pequeño estallido de relleno de campera
cómo única prueba de haber entrado.
Y diste dos pasos, los últimos de toda
una carrera por entre tu cuadra, tu patio de escuela,
tu plaza y tus pasillos de colegio apenas enfriados.
Trastabillaste, una rodilla se hundió en el pasto
escarchado y duro y después la otra cayó
para ya derrumbarte de bruces.
Y mientras morías lograbas ver al ras del suelo
cómo todos corrían tras la emboscada que vino
desde aquella loma y viste cómo alguien quiso
levantarte para también caer;
pero ya no escuchabas ni disparos ni los gritos
sólo tu respiración.
Y mientras morías alcanzaste a recordar
cuando por una de esas cosas a la noche
en tu cama te imaginaste viejito en un sillón de mimbre
como tenía tu abuelo, con canas y anteojos de culo de botella,
respirando el aire que entraba por la ventana abierta al río Paraná,
o recorriendo con bastón todavía las calles de Lanús
o las cuadras de Almagro.
Y mientras morías, y mientras la vista se te hacía borrosa,
alcanzaste a pensar en todos a los que habías amado y te
habían amado y también a los que
no habías amado pero recordabas.
Y mientras morías, de un agujero en tu espalda oculta
no más grande que una moneda de 25 centavos
se inflaba un globito rojo cada vez que respirabas
para luego reventarse pero que era cada vez
más chico y más efímero.
Y mientras morías, te alcanzaste a preguntar
porque esto, porque vos estabas allá muriendo
en un hosco campo, porque te habían reducido
al hambre y a la humillación, porque te habían
enviado sabiendo apenas disparar y porque todos
habían salido a festejar aquel día tu futura y presente
muerte.


Andrés Olaizola Pérez

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